miércoles, 16 de abril de 2008

PIERRE BENOIT, GRAN MAESTRO DE LA AVENTURA

Tengo la costumbre, cuando ello está a mi alcance y el interés del relato es suficiente, de leer seguidas tres o cuatro obras de un mismo autor. Esto tiene la virtud de proporcionarme una visión de conjunto de su trabajo, al tiempo que me permite observar las características y evolución de su estilo. No encuentro otro inconveniente en esta práctica -que, por otra parte, imagino ha de ser bastante común entre lectores inveterados- sino que ello obliga a aplazar durante algún tiempo otras lecturas igualmente interesantes. Correspondió esta vez salir del letargo de las estanterías a cuatro novelas de Pierre Benoit, autor francés muy popular en su época que hoy apenas se reimprime a pesar de traerse frecuentemente como ejemplo de buen uso de la gramática francesa. Su obra se enmarca netamente dentro del género de la novela de aventuras, con escasas incursiones en otros terrenos, como la novela introspectiva. Uno de sus relatos más conocidos es, probablemente, La châtelaine du Liban (La castellana del Líbano) publicada en 1924, novela que, junto con Le soleil de minuit (El sol de medianoche) de 1930, Le désert du Gobi (El desierto de Gobi) de 1941 y L'Atlantide (La Atlántida) su segunda novela, aparecida en 1919, formaron el cuarteto de integrantes de la lectura non-stop, escritos por el autor al que consagro esta “Acotación”.

La obra de Benoit constituye, en su conjunto, una contribución de primer orden al género de la novela de aventuras. Situada en el máximo nivel, tanto por su dominio de la técnica argumental como por la calidad de sus personajes y la pureza de su estilo, su producción dista mucho de poder ser asimilada a la de la mayoría de los autores convencionalmente integrados bajo esa etiqueta. Llama la atención, no obstante, que sus personajes femeninos, los cuales le proporcionaron justa fama, compartan rasgos con muchas de las heroínas del pulp y la novela popular. Sus mujeres tienen mucho de la femme fatale que usando sus encantos arrastra a la perdición al héroe viril, pero en último extremo vulnerable, merced a la labor de seducción más o menos sutil a que se le somete. Aún más, ciertos personajes femeninos pueden ser considerados literalmente como "vampiresas". Es el caso de la protagonista de La Atlántida, Antinéa, cuyos amantes terminan por morir horriblemente para ser, más tarde, recubiertos de oro y convertidos en piezas originales de una extraña colección. No obstante, en la mayoría de los casos habría que matizar el calificativo, introduciendo el concepto de “dulces vampiresas”, por cuanto el erotismo que subyace al relato de Benoit se presenta al lector de manera exquisitamente correcta, circunstancia que explica en gran medida el extraordinario éxito de ventas que tuvo a lo largo de su prolongada carrera de escritor.

Nacido en Albi en 1886, Benoit pasa los años de infancia y buena parte de su juventud en el África francesa, primero en Túnez y más tarde en Argelia. Es muy probable pues que el exotismo de los escenarios africanos quedara pronto impregnado en la retina del autor que, años más tarde, los utilizaría como telón de fondo de algunas de sus novelas. De regreso a Francia, cursa estudios de Letras y Derecho, simultáneamente, en Montpellier. El Mediodía, tierra singular por muchas razones en el contexto de la unidad de Francia, ejercerá asimismo una fuerte influencia en la obra furtura del joven escritor. Participa en la Gran Guerra, cayendo gravemente enfermo tras la batalla de Charleroi. Tras varios meses en el hospital, es desmovilizado. La conclusión del armisticio marca una nueva etapa en la vida de Benoit, quien tras el reencuentro con algunos amigos del mundo de las letras (Francis Carco, Roland Dorgèles, Pierre McOrlan), escribe y publica en 1918 Koenigsmark, su priera novela, que tendrá un gran acogida por parte del público lector de postguerra. En 1920, la aparición de La Atlántida, le consagrará como uno de los autores de mayor éxito del momento. Desde entonces hasta 1962, fecha de su muerte, publicará cuarenta novelas, todas ellas en la editorial Albin Michel. A lo largo de dos etapas de su vida, que preceden y suceden, respectivamente, a la segunda postguerra, Pierre Benoit ejerció como reportero internacional por cuenta de diversos periódicos, lo que le permitió no solo visitar países de todo el globo sino también entrevistar a personajes de enorme trascendencia histórica como Mustafá Kemal, Benito Mussolini, Haile Selassie, Hermann Goering o Antonio Oliveira Salzar. Muchos de sus viajes están reflejados en su obra, caracterizada por un desarrollo de la acción en el marco de la lucha más o menos velada de las metrópolis europeas por la preponderancia colonial, entre las cuales Francia, por mor y gracia de la pluma del autor, se ve exaltada como paradigma de los valores de la amistad y la concordia, particularmente en lo que hace al trato humano procurado al elemento indígena de la colonia por los franceses metropolitanos.

Un acontecimiento triste, además de injusto, vendrá a marcar la etapa de madurez del autor: su internamiento en la prisión de Fresnes durante seis meses, seguido de su inclusión en las listas de intelectuales colaboracionistas elaborada por los elementos de la depuración (al frente de ellos, Elsa Triolet). En efecto, a pesar de haber rechazado ofrecimientos por parte del gobierno de Vichy, como el de asumir el puesto de director del Teatro Francés, Pierre Benoit engrosará la amplia lista de artistas, escritores e intelectuales represaliados por el régimen filocomunista de la postguerra, aunque probablemente el bajo perfil político de su conducta personal y de su obra le evitará acompañar en el infortunio del exilio a otros grandes escritores franceses, como Céline, o pagar con su vida el haber expresado con vehemencia opiniones, por muy erradas que fueran éstas, como le sucedió a Robert Brasillach. El autor que consagró buena parte de su actividad como escritor a ofrecer una nueva versión del papel de la femme fatale en el género de aventuras fue, sin embargo, el protagonista de un matrimonio tardío. En 1947 contrae nupcias con una señora de la burguesía de provincias, Marcelle, que fallecerá en 1960. Incapaz de reponerse a la pérdida de su compañera, rinde homenaje a su amor otoñal con la publicación en 1961 de Les amours mortes (Los amores muertos), poco antes de su propia muerte, acaecida en 1962.


Para saber más sobre Pierre Benoit FR

Intersante link sobre La Atlántida EN

lunes, 31 de marzo de 2008

BAIKOV, VICKERS, DÉCARREAUX, OSBORNE, FINLEY

Nicolás Baikov, Cacerías en la taiga de Manchuria, Mateu, Barcelona, 1963

Agrada leer las aventuras de este cazador de tigres ruso al acecho del Gran Van, el rey de la taiga Manchú.

Roy Vickers, Service des affaires classées I et II, Le Livre de Poche, Paris, 1962

Un clásico del relato policíaco. Muy frecuentes las historias de criminales que cometen parricidio para cobrar un seguro convenientemente puesto con antelación a nombre del cónyuge supérstite. La casualidad termina haciendo reabrir los expedientes archivados y acaba llevando al criminal a la horca. Entretenido.


Jean Décarreaux, Les moines et la civilisation en occident. Des invasions à Charlemagne, Arthaud, Paris, 1962

Definitivamente, el libro más importante nunca escrito sobre un tema de absoluta actualidad histórica. Cuando los fundamentos del mundo occidental comienzan a tambalearse es preciso acudir a los orígenes. Nada mejor que hacerlo de la mano del benedicitino Jean Décarreaux.

Robin Osborne, La formación de Grecia 1200-479 a.c., Crítica, Barcelona, 1998

Magnífico enfoque de conjunto sobre el período, absolutamente indispensable para el que se aproxima a la Edad Oscura y los primeros siglos de la Grecia Clásica. Si te gusta la historia, pero no la arqueología, aquí te vas a aficionar.

M.I. Finley, La Grecia primitiva. Edad del Bronce y Era Arcaica, Crítica, Barcelona, 1987

Un buen prolegómeno al libro de Osborne. De la noche de los tiempos a los albores de la cultura occidental.

sábado, 29 de marzo de 2008

“FIAT ARS, PEREAS MODES”. SOBRE EL USO DE LA PIPA Y DE LA COSTUMBRE DE FUMAR EN ELLA

Fumar en pipa ha sido desde sus inicios una actividad sujeta, como tantas otras, a los caprichosos vaivenes de la moda, cuyo último período de auge se inicia en la década de los años sesenta y concluye en la primera mitad de los setenta. De acuerdo con mis informaciones, procedentes nada menos que de Nueva York, uno de los centros mundiales de la moda, la última tendencia marca un retorno al gusto por las cosas de los seventies, incluyéndose entre ellas la pipa, como objeto que vendría a completar una estética vintage en la moda masculina. Ésto podría constituir, a primera vista, un motivo de alegría para el fumador de pipa habitual, ajeno a la tiranía de los petronios del mundo actual, pues a medida que el interés por el objeto fuese creciendo, podría irse colmando el anhelo imposible de ver incrementado el respeto público y privado por el ciudadano en su condición de fumador. Sin embargo, este renovado interés por la pipa también podría ser causa de nuevos males, como su consideración como objeto menor, al incluirse entre los complementos o accesorios propios del hombre a la moda, reduciéndose de esta manera la visión de la misma al mero apartado estético. En cualquier caso, es de suponer que dicha incipiente boga no pase de ser algo efímero (la moda lo es, por definición) y la mayoría sabemos que el auténtico amor por la pipa consiste, precisamente, en todo lo contrario: una gran pipa, cualesquiera que sean las razones que nos lleven a cada uno de nosotros a considerarla como tal, es a la vez un dignísimo objeto y un ingenioso utensilio que posee una clara vocación de permanencia.

Permanencia. Casi con toda seguridad, este es el deseo de todo buen fumador de pipa. No conozco a ninguno que no se haya lamentado a lo largo de su vida del daño o desperfecto irreparables causados a una de sus pipas favoritas (particularmente en las de espuma de mar). No menciono siquiera su extravío, auténtico drama que solo puede aliviar, nunca compensar, el disfrute y conservación de las que por fortuna aún quedan a buen recaudo. Todos queremos mantener en nuestro gabinete aquéllas que, por su rendimiento como fumadoras, han retribuido con creces nuestra inversión inicial, sea esta cual fuere. Por su parte, el factor sentimental no es, creo yo, tampoco desdeñable, de manera que acaso también se incluyan esas otras que nos traen a la memoria momentos, hechos o personas dignos de recordación.

Ocurre exactamente lo contrario con algunas pipas, en ocasiones demasiadas, que desde el primer momento no nos proporcionaron placer, objeto último del fumar, antes bien nos ocasionaron profundo malestar, ya sea en forma de fastidiosa y perjudicial irritación de la boca y de la lengua debida a la impropia combustión de la materia vegetal, aceites y otras sustancias propias de la planta del tabaco (excluyo de manera expresa los añadidos artificiales, dicho sea con el máximo respeto por los aficionados a
los tabacos aromatizados, que no de los aromáticos), ya sea como consecuencia de las pestilentes tufaradas que nos asfixian a pesar de que nos tomemos una y otra vez la molestia de rellenarlas con nuestras mejores mezclas, o bien a causa del desagrado general que produce una pipa cuya madera eleva su temperatura al ser encendida hasta niveles poco aconsejables, a veces, incluso, insoportables. Todas éstas suelen ir, aunque solo sea por evitar que otros puedan pasar por el mismo calvario, directamente a la basura. Me refiero exclusivamente, claro está, a pipas que no se hallen defectuosas, que presenten un mínimo de calidad y que hayan sido convenientemente culotadas (el cómo y el cuándo lo dejo a la voluntad, tino y experiencia de cada uno, aunque tengo algunas -realmente pocas- convicciones sobre el particular). Finalmente, nos encontramos con la cohorte, en mayor o menor medida amplia, de pipas que ni fu ni fa, es decir, que sin que el contacto con ellas sea del todo desagradable, termina por ser ocasional (aquí vendría como de molde un paralelismo entre este hecho y determinadas circunstancias propias de las relaciones humanas que, no obstante, refreno en aras de la circunspección y el buen gusto debidos al público lector). El destino de éstas (hablo de las pipas, por supuesto) es mas bien triste, pues suelen terminar solas y aburridas en un rincón del gabinete, constituyéndose muchas veces en serias candidatas a abandonar su plaza con destino, si no al innoble cubo de los desperdicios, como sucede con el primer grupo, al menos a las listas de “e-bay” o de “TC” donde algún atrevido o sabio fumador (o ambas cosas a la vez, ¿porqué no?) les conceda su confianza para intentar iniciar, ¿quién sabe?, una nueva vida.

No soy un experto en cuestiones de moda. Tampoco lo soy en asuntos relacionados con la pipa y su historia, aunque como curioso me he ocupado de indagar algo sobre el particular. Por ello, en mi calidad de simple aficionado a fumar en pipa que presenta, probablemente, más
afinidades que disimilitudes con el resto de fumadores que en el mundo han sido, son y serán (esto último no es más que un desideratum a la vista de la persecución que sufrimos), no puedo aventurar qué va a ocurrir de aquí a unos meses o años con la pipa y su entorno. Sin embargo, de lo que estoy completamente seguro es de la superioridad de la pipa sobre muchos otros objetos y utensilios diseñados por el hombre. Ello no quiere decir que yo sea partidario de sacralizarla, pero tampoco de cosificarla en exceso. Sacralizarla implicaría convertirla en un objeto de y para el culto, encerrada en las vitrinas, en lugar de utilizarla como un utensilio, sencillo y complejo a un tiempo, destinada a acompañar al hombre en sus trabajos y sus días, muy fundamentalmente en sus ratos de asueto. Cosificarla conllevaría una progresivo abandono del ritual de fumar y con ello de su riqueza cultural y de los beneficios emocionales que de fumar en pipa se derivan, al tiempo que forzaría a los artesanos y fabricantes a realizar objetos seguramente eficientes, pero no bellos e inesperados como muchos de los que ahora tenemos. La técnica se impondría al capricho, la razón a la emoción, el sentido común a la aventura... ¡qué lastima!

En sus comienzos (¿dónde?, ¿cuándo? ¿quién?) la pipa debió ser un objeto cuasi sagrado o, al menos, eso es lo que me gusta pensar a mí. Pebeteros animados por el hálito del rey de la creación, su humareda transportaba al ser a otro plano, más cerca de los dioses: propiciaba la caza, sanaba al enfermo, anunciaba el futuro, sellaba la paz. Aunque también es probable que las primeras pipas, toscos -aunque ingeniosos- instrumentos hechos de asta de ciervo o caña hueca, tuvieran como objeto –al igual que hoy- proporcionar al hombre serenidad y euforia, alternativamente, en función del tipo de hierba, planta o mejunje chamuscado que estuviera aspirando o inhalando. ¿Es que nadie se imagina a un hombre de las cavernas ebrio o sedado según la ocasión? Es probable, en todo caso, que nuestro antecesor no conociera hasta muy avanzados los siglos las ventajas de la pipa portátil, tal como la conocemos ahora. Seguramente, se servía del cuerno o cañuto como simple transmisor del humo ardiente generado por las sustancias en combustión dentro de la hoguera a propósito encendida. Eso es lo que todavía hacen hoy muchos fumadores en determinadas partes de África, Asia y América, ya sea inhalando por la nariz o aspirando por la boca. Entre los maravillosos descubrimientos que los primeros españoles en América hicieron está el del uso del tabaco portátil o cigarro que todavía hoy pervive, proporcionando satisfacción a millones de fumadores en el mundo, además de a los accionistas de Altadis (antes Tabacalera Española, ahora British American Tobacco). Aparte de esos cañutos confeccionados por diestros artífices antillanos con las hojas enrolladas de la planta que ellos llamaban cohiba o cojiba, que tanto sorprendieron a los primeros descubridores al verles echar tufaradas por nariz y boca, la historia americana está cuajada de referencias a diferentes artefactos utilizados por los indígenas para embriagarse con el perfume del tabaco y otras plantas aromáticas. ¡Qué sería del chamán sin su gastada pipa, a través de cuyo humo puede ver en el rostro del interlocutor su pasado y su futuro con los ojos de la mente!

Una vez llegadas a Europa de la mano de los españoles las primeras noticias de las Indias y la planta del tabaco (junto con los primeros indígenas y, es de suponer, pertrechados de sus pipas) fumar se debería haber puesto de moda.... ¡pues no! Habrá que esperar a que los portugueses comienzen a
utilizarlas y a que los británicos se aproximen al continente para que, merced a su instinto comercial, en la corte de San Jaime no se desee otra cosa que consumir tabaco. Hombres, mujeres y niños perecían por este género exótico y lo consumían a toda hora, principalmente en forma de rapé, palabra procedente del francés, ya que en Francia, al igual que en otros países europeos, parece ser que el tabaco también hizo una entrada fulgurante. Los escoceses se colocaron pronto a la cabeza de los más devotos consumidores de tabaco, rapé, por supuesto, pero también en hebra preparada para ser quemada en el hornillo de bonitas e ingeniosas pipas hechas de arcilla blanca. En el siglo XVII ya el tabaco estaba francamente de moda en buena parte de Europa. Británicos, holandeses, franceses, húngaros, rusos y sin duda... algunos españoles se convirtieron en devotos del tabaco, aspirándolo de la cazoleta de sus pipas una vez enfriado su ardor primigenio gracias al efecto de difusión generado por las largas cañas (a veces, no tan largas, pues a medida que este artefacto se rompía por su parte más frágil, muchos -particularmente marinos sin grandes reservas de pipas nuevas en sus largos viajes, seguían chupando a escasos centímetros del hornillo- ¡...algo que sin duda demuestra que sus bocas y lenguas debían de estar hechas a prueba de bomba!) Desde los mas encopetados salones hasta la más ínfecta morada, aspirar tabaco se convirtió en un timbre de buen gusto (puro efecto de adicción a la nicotina..., dirán los cultos adversarios, aficionados muchos de ellos a llevar hasta el final sus argumentos a trueque casi siempre de malinterpretar o reinventar la historia a su capricho). Obviamente, los más pudientes se hacían con el mejor tabaco (al igual que disponían del mejor té o del mejor cacao) y los menos afortunados se conformaban con el de peor clase. Pero, quién más quién menos, llevaba en los bolsillos de su chaleco sus buenas hebras o su tanto de polvo de tabaco. El uso del tabaco, más allá de la moda, estaba definitivamente instalado en la cultura occidental. Y lo hacía para quedarse.

sábado, 12 de enero de 2008

BENOIST-MÉCHIN EN LA FÁBRICA DE VOVES

El periodista Jacques Benoist-Méchin, prisionero de guerra de los alemanes, se interroga tras la derrota sobre el futuro de Francia. Las preguntas del atribulado prisionero de 1940 comenzarán a tener respuesta un año después, cuando a las órdenes del almirante Darlan desarrolle su actividad en el marco de la primera etapa de la colaboración. Después vendría el abandono de Vichy con la llegada de Laval al poder, el fin de la guerra y un prolongado encarcelamiento. Las paredes de la fábrica de Voves donde fueron retenidos por la Wermacht aquellos soldados franceses, ya no existen. La Francia que conocieron, tampoco. Algunas de las preguntas que se hacía el prisionero en aquellos calurosos días de junio de 1940 continuan todavía sin respuesta:

"(...) Entonces ¿qué?, ¿evadirse? ¿Huir? ¿Unirse al general De Gaulle? He oído decir vagamente que estaba constituyendo una Legión. ¿Pero por qué está combatiendo exactamente? ¿Por Francia o por Inglaterra? En el peor de los casos, se trataría de una estafa moral; en el mejor, de la prolongación desesperada de antiguas equivocaciones. En suma, nada puro... y ante todo lo que nosotros necesitamos es una cura de pureza. Busco en vano una salida, una fisura. No la veo por ninguna parte. ¿Suicidarse? Puede que para un individuo sea una solución. Desde luego no lo es para un pueblo. Un pueblo no puede recurrir a ésto. Un pueblo nunca podrá evadirse de la tierra. Como mucho puede zambullirse de vez en cuando en el baño sangriento de una revolución. Si, es preciso hacer una revolución, pero ¿cuál? ¿Con quién? ¿Una revolución controlada por el vencedor, que no hará sino remedar instituciones extranjeras? Sería preciso, para salvarnos, algo completamente nuevo. ¿Pero dónde encontrarlo? Revoluciones de izquierda y golpes de estado de derecha, guerras civiles y guerras de religión, guerras de conquista y expediciones coloniales, ya hemos hecho de todo, ya hemos intentado todo, ya conocemos todo. Las combinaciones de la Historia no son infinitas. El socialismo con Proudhon, el comunismo con Baboeuf, el racismo con Gobineau, el fascismo con Sorel, nosotros fuimos quienes lanzamos estas ideas al mundo, ¿y ahora quieren que las adoptemos nosotros con el ardor maravillado que provocan los nuevos inventos? Nosotros que hemos sido maestros en el arte de construir y de destruir -y Dios sabe si hemos llevado lejos el arte de destruirnos a nosotros mismos- hemos llegado a perder, en la actualidad, hasta el derecho a la palabra. Otros lo ejercen en nuestro lugar. Por más que me exprimo el cerebro, no me proporciona ninguna respuesta a las mil cuestiones que se acumulan, entrechocándose, en mi cabeza. Vuelvo mi rostro hacia la pared para esconder mi pena. Con la frente apoyada en una piedra, lloro con cálidas lágrimas. Es la primera vez que lloro desde el comienzo de la guerra..."

Jacques Benoist-Méchin, La moisson de quarante - Journal d'un prissonier de guerre, Albin Michel, Paris, 1941, pp. 50-51 (inédito en castellano, traducción de Altés)

jueves, 10 de enero de 2008

RESSEMBLANCES: CÉLINE ET LÉON BLOY

(...) La lecture de Céline m’amenera tout directement à celle de Léon Bloy. Un demi siècle les sépare, mais leur vie -et par conséquent, leur oeuvre- présente de nombreuses ressemblances que Céline ne laisse pas de remarquer pendant son séjour danois. Tous deux passèrent une partie de leur vie hors de la France. Tous deux vécurent au Danemark: étrange destination pour des hommes qui haïssaient le froid. Tous deux furent pressés par des soucis économiques desquels ils se plaignaient assez souvent. Tous deux écrivirent des pages décharnées sur la misère intellectuelle des ses contemporains. Tous deux furent ignorés, sinon ouvertement déclarés proscrits par l’intellectualité de l’époque, à peu d'exceptions près. Tous deux exhibaient son mépris envers la mollesse des penseurs et écrivains qui ne leur plaisaient pas. Tous deux confessaient sa profonde francité ainsi que son attachement à une France tout à fait différente à celle qu’ils durent vivre. Tous deux furent des épaves à la dérive provenant de ce naufrage de l’humanité que toute guerre constitue. Tous deux furent, toute compte faite, d'illustres répresentants d'une espèce en extinction. Celle des écrivains full time, celle des hommes pour qui n'existe que la littérature, vivre et écrire n'étant pour eux qu'une seule et unique chose.

Si Léon Bloy montre partout son visage de catholique orthodoxe, voire à porter son zèle religieux jusqu’au seuil de l’illumination (affaire de La Salette), Louis Ferdinand ne fut pas, pour sa part, un agnostique selon l’usage. Du moins qu’il fut de son vivant un homme respectueux avec l’Église, certes imbu d’un pessimisme anthropologique très marqué, mais capable quand même d’entretenir des rapports affectueux avec un pasteur évangélique, M. Löchen. Une autre concomitance entre les deux personnages : l’hiérarchie catholique s’avérerait toujours distante, voire hostile, par rapport à Bloy et son œuvre, quitte à lui nier toute valeur comme témoin exceptionnel d’une époque où la foi chrétienne se vit forcée à subir les plus dures épreuves; à son tour, la France officielle de l’après guerre va soumettre Céline à un harcèlement inouï qui ne devra s’arrêter, bien que tardivement et de façon très limitée, qu’à la
veille de sa mort. Des écrivains maudits ? Je ne dirais pas autant, toutefois ils ont fait partie d’une (ou plutôt deux) générations dont les hommes de lettres en vogue ne vont reconnaître les mérites et l’originalité de ces deux plumes. Toutefois, le climat que l'on retrouve envers Céline est beaucoup plus favorable que chez Bloy, car une partie du monde littéraire de l’entre-deux-guerres ainsi que un certain nombre de vedettes de l'après-Libération vont reconnaître, quoique de façon très timide et parfois pas trop sincère sinon ouvertement intéressée, le mérite et le succès du Voyage.

Et que dire de l’usage de la langue chez ceux deux poètes de l’inconformisme, véritables forçats de la littérature, maîtres du libelle, victimes de leur propre génialité! L’un, Bloy, désobligeant par nature, utilise la parole comme un moyen de combattre ses faiblesses, de chasser les fantômes qui l’entourent : la misère, la solitude, l’oubli… L’autre, Céline, en fait autant, tout en renouvelant le roman par son style direct, dépourvu de toute affectation, moyennant ses phrases entrecoupées, on dirait même farcies, ses tournures à mi-chemin entre le langage colloquial et les expressions du plus mauvais goût… dépassant toujours les bornes de la narration conventionnelle pour franchir la ligne que sépare l’homme tel qu’il est vu par les autres (et par lui même) de l’homme tel qu’il est.
(Extraits du Carnet de notes 2008 de Altés).

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