Fumar en pipa ha sido desde sus inicios una actividad sujeta, como tantas otras, a los caprichosos vaivenes de la moda, cuyo último período de auge se inicia en la década de los años sesenta y concluye en la primera mitad de los setenta. De acuerdo con mis informaciones, procedentes nada menos que de Nueva York, uno de los centros mundiales de la moda, la última tendencia marca un retorno al gusto por las cosas de los seventies, incluyéndose entre ellas la pipa, como objeto que vendría a completar una estética vintage en la moda masculina. Ésto podría constituir, a primera vista, un motivo de alegría para el fumador de pipa habitual, ajeno a la tiranía de los petronios del mundo actual, pues a medida que el interés por el objeto fuese creciendo, podría irse colmando el anhelo imposible de ver incrementado el respeto público y privado por el ciudadano en su condición de fumador. Sin embargo, este renovado interés por la pipa también podría ser causa de nuevos males, como su consideración como objeto menor, al incluirse entre los complementos o accesorios propios del hombre a la moda, reduciéndose de esta manera la visión de la misma al mero apartado estético. En cualquier caso, es de suponer que dicha incipiente boga no pase de ser algo efímero (la moda lo es, por definición) y la mayoría sabemos que el auténtico amor por la pipa consiste, precisamente, en todo lo contrario: una gran pipa, cualesquiera que sean las razones que nos lleven a cada uno de nosotros a considerarla como tal, es a la vez un dignísimo objeto y un ingenioso utensilio que posee una clara vocación de permanencia.
Permanencia. Casi con toda seguridad, este es el deseo de todo buen fumador de pipa. No conozco a ninguno que no se haya lamentado a lo largo de su vida del daño o desperfecto irreparables causados a una de sus pipas favoritas (particularmente en las de espuma de mar). No menciono siquiera su extravío, auténtico drama que solo puede aliviar, nunca compensar, el disfrute y conservación de las que por fortuna aún quedan a buen recaudo. Todos queremos mantener en nuestro gabinete aquéllas que, por su rendimiento como fumadoras, han retribuido con creces nuestra inversión inicial, sea esta cual fuere. Por su parte, el factor sentimental no es, creo yo, tampoco desdeñable, de manera que acaso también se incluyan esas otras que nos traen a la memoria momentos, hechos o personas dignos de recordación.
Ocurre exactamente lo contrario con algunas pipas, en ocasiones demasiadas, que desde el primer momento no nos proporcionaron placer, objeto último del fumar, antes bien nos ocasionaron profundo malestar, ya sea en forma de fastidiosa y perjudicial irritación de la boca y de la lengua debida a la impropia combustión de la materia vegetal, aceites y otras sustancias propias de la planta del tabaco (excluyo de manera expresa los añadidos artificiales, dicho sea con el máximo respeto por los aficionados a los tabacos aromatizados, que no de los aromáticos), ya sea como consecuencia de las pestilentes tufaradas que nos asfixian a pesar de que nos tomemos una y otra vez la molestia de rellenarlas con nuestras mejores mezclas, o bien a causa del desagrado general que produce una pipa cuya madera eleva su temperatura al ser encendida hasta niveles poco aconsejables, a veces, incluso, insoportables. Todas éstas suelen ir, aunque solo sea por evitar que otros puedan pasar por el mismo calvario, directamente a la basura. Me refiero exclusivamente, claro está, a pipas que no se hallen defectuosas, que presenten un mínimo de calidad y que hayan sido convenientemente culotadas (el cómo y el cuándo lo dejo a la voluntad, tino y experiencia de cada uno, aunque tengo algunas -realmente pocas- convicciones sobre el particular). Finalmente, nos encontramos con la cohorte, en mayor o menor medida amplia, de pipas que ni fu ni fa, es decir, que sin que el contacto con ellas sea del todo desagradable, termina por ser ocasional (aquí vendría como de molde un paralelismo entre este hecho y determinadas circunstancias propias de las relaciones humanas que, no obstante, refreno en aras de la circunspección y el buen gusto debidos al público lector). El destino de éstas (hablo de las pipas, por supuesto) es mas bien triste, pues suelen terminar solas y aburridas en un rincón del gabinete, constituyéndose muchas veces en serias candidatas a abandonar su plaza con destino, si no al innoble cubo de los desperdicios, como sucede con el primer grupo, al menos a las listas de “e-bay” o de “TC” donde algún atrevido o sabio fumador (o ambas cosas a la vez, ¿porqué no?) les conceda su confianza para intentar iniciar, ¿quién sabe?, una nueva vida.
No soy un experto en cuestiones de moda. Tampoco lo soy en asuntos relacionados con la pipa y su historia, aunque como curioso me he ocupado de indagar algo sobre el particular. Por ello, en mi calidad de simple aficionado a fumar en pipa que presenta, probablemente, más afinidades que disimilitudes con el resto de fumadores que en el mundo han sido, son y serán (esto último no es más que un desideratum a la vista de la persecución que sufrimos), no puedo aventurar qué va a ocurrir de aquí a unos meses o años con la pipa y su entorno. Sin embargo, de lo que estoy completamente seguro es de la superioridad de la pipa sobre muchos otros objetos y utensilios diseñados por el hombre. Ello no quiere decir que yo sea partidario de sacralizarla, pero tampoco de cosificarla en exceso. Sacralizarla implicaría convertirla en un objeto de y para el culto, encerrada en las vitrinas, en lugar de utilizarla como un utensilio, sencillo y complejo a un tiempo, destinada a acompañar al hombre en sus trabajos y sus días, muy fundamentalmente en sus ratos de asueto. Cosificarla conllevaría una progresivo abandono del ritual de fumar y con ello de su riqueza cultural y de los beneficios emocionales que de fumar en pipa se derivan, al tiempo que forzaría a los artesanos y fabricantes a realizar objetos seguramente eficientes, pero no bellos e inesperados como muchos de los que ahora tenemos. La técnica se impondría al capricho, la razón a la emoción, el sentido común a la aventura... ¡qué lastima!
En sus comienzos (¿dónde?, ¿cuándo? ¿quién?) la pipa debió ser un objeto cuasi sagrado o, al menos, eso es lo que me gusta pensar a mí. Pebeteros animados por el hálito del rey de la creación, su humareda transportaba al ser a otro plano, más cerca de los dioses: propiciaba la caza, sanaba al enfermo, anunciaba el futuro, sellaba la paz. Aunque también es probable que las primeras pipas, toscos -aunque ingeniosos- instrumentos hechos de asta de ciervo o caña hueca, tuvieran como objeto –al igual que hoy- proporcionar al hombre serenidad y euforia, alternativamente, en función del tipo de hierba, planta o mejunje chamuscado que estuviera aspirando o inhalando. ¿Es que nadie se imagina a un hombre de las cavernas ebrio o sedado según la ocasión? Es probable, en todo caso, que nuestro antecesor no conociera hasta muy avanzados los siglos las ventajas de la pipa portátil, tal como la conocemos ahora. Seguramente, se servía del cuerno o cañuto como simple transmisor del humo ardiente generado por las sustancias en combustión dentro de la hoguera a propósito encendida. Eso es lo que todavía hacen hoy muchos fumadores en determinadas partes de África, Asia y América, ya sea inhalando por la nariz o aspirando por la boca. Entre los maravillosos descubrimientos que los primeros españoles en América hicieron está el del uso del tabaco portátil o cigarro que todavía hoy pervive, proporcionando satisfacción a millones de fumadores en el mundo, además de a los accionistas de Altadis (antes Tabacalera Española, ahora British American Tobacco). Aparte de esos cañutos confeccionados por diestros artífices antillanos con las hojas enrolladas de la planta que ellos llamaban cohiba o cojiba, que tanto sorprendieron a los primeros descubridores al verles echar tufaradas por nariz y boca, la historia americana está cuajada de referencias a diferentes artefactos utilizados por los indígenas para embriagarse con el perfume del tabaco y otras plantas aromáticas. ¡Qué sería del chamán sin su gastada pipa, a través de cuyo humo puede ver en el rostro del interlocutor su pasado y su futuro con los ojos de la mente!
Una vez llegadas a Europa de la mano de los españoles las primeras noticias de las Indias y la planta del tabaco (junto con los primeros indígenas y, es de suponer, pertrechados de sus pipas) fumar se debería haber puesto de moda.... ¡pues no! Habrá que esperar a que los portugueses comienzen a utilizarlas y a que los británicos se aproximen al continente para que, merced a su instinto comercial, en la corte de San Jaime no se desee otra cosa que consumir tabaco. Hombres, mujeres y niños perecían por este género exótico y lo consumían a toda hora, principalmente en forma de rapé, palabra procedente del francés, ya que en Francia, al igual que en otros países europeos, parece ser que el tabaco también hizo una entrada fulgurante. Los escoceses se colocaron pronto a la cabeza de los más devotos consumidores de tabaco, rapé, por supuesto, pero también en hebra preparada para ser quemada en el hornillo de bonitas e ingeniosas pipas hechas de arcilla blanca. En el siglo XVII ya el tabaco estaba francamente de moda en buena parte de Europa. Británicos, holandeses, franceses, húngaros, rusos y sin duda... algunos españoles se convirtieron en devotos del tabaco, aspirándolo de la cazoleta de sus pipas una vez enfriado su ardor primigenio gracias al efecto de difusión generado por las largas cañas (a veces, no tan largas, pues a medida que este artefacto se rompía por su parte más frágil, muchos -particularmente marinos sin grandes reservas de pipas nuevas en sus largos viajes, seguían chupando a escasos centímetros del hornillo- ¡...algo que sin duda demuestra que sus bocas y lenguas debían de estar hechas a prueba de bomba!) Desde los mas encopetados salones hasta la más ínfecta morada, aspirar tabaco se convirtió en un timbre de buen gusto (puro efecto de adicción a la nicotina..., dirán los cultos adversarios, aficionados muchos de ellos a llevar hasta el final sus argumentos a trueque casi siempre de malinterpretar o reinventar la historia a su capricho). Obviamente, los más pudientes se hacían con el mejor tabaco (al igual que disponían del mejor té o del mejor cacao) y los menos afortunados se conformaban con el de peor clase. Pero, quién más quién menos, llevaba en los bolsillos de su chaleco sus buenas hebras o su tanto de polvo de tabaco. El uso del tabaco, más allá de la moda, estaba definitivamente instalado en la cultura occidental. Y lo hacía para quedarse.
Permanencia. Casi con toda seguridad, este es el deseo de todo buen fumador de pipa. No conozco a ninguno que no se haya lamentado a lo largo de su vida del daño o desperfecto irreparables causados a una de sus pipas favoritas (particularmente en las de espuma de mar). No menciono siquiera su extravío, auténtico drama que solo puede aliviar, nunca compensar, el disfrute y conservación de las que por fortuna aún quedan a buen recaudo. Todos queremos mantener en nuestro gabinete aquéllas que, por su rendimiento como fumadoras, han retribuido con creces nuestra inversión inicial, sea esta cual fuere. Por su parte, el factor sentimental no es, creo yo, tampoco desdeñable, de manera que acaso también se incluyan esas otras que nos traen a la memoria momentos, hechos o personas dignos de recordación.
Ocurre exactamente lo contrario con algunas pipas, en ocasiones demasiadas, que desde el primer momento no nos proporcionaron placer, objeto último del fumar, antes bien nos ocasionaron profundo malestar, ya sea en forma de fastidiosa y perjudicial irritación de la boca y de la lengua debida a la impropia combustión de la materia vegetal, aceites y otras sustancias propias de la planta del tabaco (excluyo de manera expresa los añadidos artificiales, dicho sea con el máximo respeto por los aficionados a los tabacos aromatizados, que no de los aromáticos), ya sea como consecuencia de las pestilentes tufaradas que nos asfixian a pesar de que nos tomemos una y otra vez la molestia de rellenarlas con nuestras mejores mezclas, o bien a causa del desagrado general que produce una pipa cuya madera eleva su temperatura al ser encendida hasta niveles poco aconsejables, a veces, incluso, insoportables. Todas éstas suelen ir, aunque solo sea por evitar que otros puedan pasar por el mismo calvario, directamente a la basura. Me refiero exclusivamente, claro está, a pipas que no se hallen defectuosas, que presenten un mínimo de calidad y que hayan sido convenientemente culotadas (el cómo y el cuándo lo dejo a la voluntad, tino y experiencia de cada uno, aunque tengo algunas -realmente pocas- convicciones sobre el particular). Finalmente, nos encontramos con la cohorte, en mayor o menor medida amplia, de pipas que ni fu ni fa, es decir, que sin que el contacto con ellas sea del todo desagradable, termina por ser ocasional (aquí vendría como de molde un paralelismo entre este hecho y determinadas circunstancias propias de las relaciones humanas que, no obstante, refreno en aras de la circunspección y el buen gusto debidos al público lector). El destino de éstas (hablo de las pipas, por supuesto) es mas bien triste, pues suelen terminar solas y aburridas en un rincón del gabinete, constituyéndose muchas veces en serias candidatas a abandonar su plaza con destino, si no al innoble cubo de los desperdicios, como sucede con el primer grupo, al menos a las listas de “e-bay” o de “TC” donde algún atrevido o sabio fumador (o ambas cosas a la vez, ¿porqué no?) les conceda su confianza para intentar iniciar, ¿quién sabe?, una nueva vida.
No soy un experto en cuestiones de moda. Tampoco lo soy en asuntos relacionados con la pipa y su historia, aunque como curioso me he ocupado de indagar algo sobre el particular. Por ello, en mi calidad de simple aficionado a fumar en pipa que presenta, probablemente, más afinidades que disimilitudes con el resto de fumadores que en el mundo han sido, son y serán (esto último no es más que un desideratum a la vista de la persecución que sufrimos), no puedo aventurar qué va a ocurrir de aquí a unos meses o años con la pipa y su entorno. Sin embargo, de lo que estoy completamente seguro es de la superioridad de la pipa sobre muchos otros objetos y utensilios diseñados por el hombre. Ello no quiere decir que yo sea partidario de sacralizarla, pero tampoco de cosificarla en exceso. Sacralizarla implicaría convertirla en un objeto de y para el culto, encerrada en las vitrinas, en lugar de utilizarla como un utensilio, sencillo y complejo a un tiempo, destinada a acompañar al hombre en sus trabajos y sus días, muy fundamentalmente en sus ratos de asueto. Cosificarla conllevaría una progresivo abandono del ritual de fumar y con ello de su riqueza cultural y de los beneficios emocionales que de fumar en pipa se derivan, al tiempo que forzaría a los artesanos y fabricantes a realizar objetos seguramente eficientes, pero no bellos e inesperados como muchos de los que ahora tenemos. La técnica se impondría al capricho, la razón a la emoción, el sentido común a la aventura... ¡qué lastima!
En sus comienzos (¿dónde?, ¿cuándo? ¿quién?) la pipa debió ser un objeto cuasi sagrado o, al menos, eso es lo que me gusta pensar a mí. Pebeteros animados por el hálito del rey de la creación, su humareda transportaba al ser a otro plano, más cerca de los dioses: propiciaba la caza, sanaba al enfermo, anunciaba el futuro, sellaba la paz. Aunque también es probable que las primeras pipas, toscos -aunque ingeniosos- instrumentos hechos de asta de ciervo o caña hueca, tuvieran como objeto –al igual que hoy- proporcionar al hombre serenidad y euforia, alternativamente, en función del tipo de hierba, planta o mejunje chamuscado que estuviera aspirando o inhalando. ¿Es que nadie se imagina a un hombre de las cavernas ebrio o sedado según la ocasión? Es probable, en todo caso, que nuestro antecesor no conociera hasta muy avanzados los siglos las ventajas de la pipa portátil, tal como la conocemos ahora. Seguramente, se servía del cuerno o cañuto como simple transmisor del humo ardiente generado por las sustancias en combustión dentro de la hoguera a propósito encendida. Eso es lo que todavía hacen hoy muchos fumadores en determinadas partes de África, Asia y América, ya sea inhalando por la nariz o aspirando por la boca. Entre los maravillosos descubrimientos que los primeros españoles en América hicieron está el del uso del tabaco portátil o cigarro que todavía hoy pervive, proporcionando satisfacción a millones de fumadores en el mundo, además de a los accionistas de Altadis (antes Tabacalera Española, ahora British American Tobacco). Aparte de esos cañutos confeccionados por diestros artífices antillanos con las hojas enrolladas de la planta que ellos llamaban cohiba o cojiba, que tanto sorprendieron a los primeros descubridores al verles echar tufaradas por nariz y boca, la historia americana está cuajada de referencias a diferentes artefactos utilizados por los indígenas para embriagarse con el perfume del tabaco y otras plantas aromáticas. ¡Qué sería del chamán sin su gastada pipa, a través de cuyo humo puede ver en el rostro del interlocutor su pasado y su futuro con los ojos de la mente!
Una vez llegadas a Europa de la mano de los españoles las primeras noticias de las Indias y la planta del tabaco (junto con los primeros indígenas y, es de suponer, pertrechados de sus pipas) fumar se debería haber puesto de moda.... ¡pues no! Habrá que esperar a que los portugueses comienzen a utilizarlas y a que los británicos se aproximen al continente para que, merced a su instinto comercial, en la corte de San Jaime no se desee otra cosa que consumir tabaco. Hombres, mujeres y niños perecían por este género exótico y lo consumían a toda hora, principalmente en forma de rapé, palabra procedente del francés, ya que en Francia, al igual que en otros países europeos, parece ser que el tabaco también hizo una entrada fulgurante. Los escoceses se colocaron pronto a la cabeza de los más devotos consumidores de tabaco, rapé, por supuesto, pero también en hebra preparada para ser quemada en el hornillo de bonitas e ingeniosas pipas hechas de arcilla blanca. En el siglo XVII ya el tabaco estaba francamente de moda en buena parte de Europa. Británicos, holandeses, franceses, húngaros, rusos y sin duda... algunos españoles se convirtieron en devotos del tabaco, aspirándolo de la cazoleta de sus pipas una vez enfriado su ardor primigenio gracias al efecto de difusión generado por las largas cañas (a veces, no tan largas, pues a medida que este artefacto se rompía por su parte más frágil, muchos -particularmente marinos sin grandes reservas de pipas nuevas en sus largos viajes, seguían chupando a escasos centímetros del hornillo- ¡...algo que sin duda demuestra que sus bocas y lenguas debían de estar hechas a prueba de bomba!) Desde los mas encopetados salones hasta la más ínfecta morada, aspirar tabaco se convirtió en un timbre de buen gusto (puro efecto de adicción a la nicotina..., dirán los cultos adversarios, aficionados muchos de ellos a llevar hasta el final sus argumentos a trueque casi siempre de malinterpretar o reinventar la historia a su capricho). Obviamente, los más pudientes se hacían con el mejor tabaco (al igual que disponían del mejor té o del mejor cacao) y los menos afortunados se conformaban con el de peor clase. Pero, quién más quién menos, llevaba en los bolsillos de su chaleco sus buenas hebras o su tanto de polvo de tabaco. El uso del tabaco, más allá de la moda, estaba definitivamente instalado en la cultura occidental. Y lo hacía para quedarse.
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