¡NUEVO! BIBLIOTECA ORO ROJA nº 27, COLECCIÓN MOLINO (I) nos. 19 y 23, MAUCCI VIAJES Y AVENTURAS nº 6

EL DOMINIO DEL ÁTOMO

Mr. America, Vol. 1 No. 1, Enero de 1953
(Imagen procedente de Men's Adventure Magazines)

Los visitantes asiduos de Acotaciones saben bien que en este blog tenemos por norma hablarles de viejos libros y revistas hechos de papel de pulpa, en los que Fantasía, esa deidad voluble y caprichosa, no siempre acostumbra a presentarse de la mano de esa otra pariente suya, no se si cercana o lejana, que lleva por nombre Realidad. Unas veces bajo la influencia del belicoso Marte, quien parece ser se encuentra bastante atareado en los últimos tiempos, y otras en clara adscripción al impredecible Caos, como con ocasión del cataclismo en el Pacífico del que Neptuno ha sido colaborador necesario, el caso es que ambas se han puesto de acuerdo para recordar la inmanencia del numen de la destrucción a todos cuantos vivimos en este mundo cruel, un mundo en el que, por supuesto, nada es verdad ni es mentira, como justamente sentenciara Don Francisco el de las Antiparras.

Así, a medio camino entre ambas, Fantasía y Realidad, la ocasión la pintan calva para drenar nuestros humores en dirección a un asunto que tiene, por desgracia, bastante de ciencia, muy poco de ficción y mucho de actualidad, como es el del dominio del átomo. Parece que fue ayer, pero ya va para siete décadas, cuando el presidente Franklin Delano Roosevelt tuvo la infeliz idea de contratar a un señor llamado Robert Oppenheimer para que empezase a hacer probatinas con ciertos elementos radioactivos en el agreste paraje de Los Álamos, Nuevo México, algo que jamás hubiera intentado si hubiese prestado atención a Werner Heisenberg cuando dijo aquello de "Dios no juega a los dados". Las consecuencias inmediatas son de sobra conocidas, sin embargo creo que no está de más recordarlas brevemente.

Los Álamos, ciudad atómica de los Estados Unidos
(Lámina fuera de texto en Le futur a déjà commencé,
de Robert Jungk, Arthaud, Paris y Grenoble, 1953)

Con el objeto de que el Japón firmara incondicionalmente su rendición, los Estados Unidos arrojaron en 1945 sendas bombas termonucleares sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki. El resultado: cientos de miles de civiles muertos, millares de enfermos crónicos por radiación y -lo que es peor- un mundo en el que el hombre dejó para siempre de ser una criatura hobbesiana (atrapada, en su condición de lobo para con sus semejantes, por el Leviatán del Estado) para convertirse en un ser lovecraftiano (una especie de horror abyecto y sin rostro que aniquila cuanto se le acerca en su loca y suicida carrera hacia la destrucción absoluta). Verán ustedes que obvio al "buen salvaje" de Rousseau pues me temo que, por más que en ello se empeñara el filósofo ginebrino, aquel muchacho algo rústico, pero buena persona, que vivía en el "estado de naturaleza", nunca ha existido ni existirá nunca, como la historia nos enseña y las informaciones de todos los días vienen tristemente a confirmar.

Portada del semanario Life, correspondiente al número de 10 de octubre de 1949. El recuadro reza: "Oppenheimer, el pensador número 1 en materia de energía atómica".
(Imagen procedente de Old Life Magazines)

Para ser justos, seguramente no todo debió empezar con Oppenheimer en Los Álamos, pues sin la carta que en 1939 el laureado Albert Einstein envió al presidente de los Estados Unidos:

"...este nuevo fenómeno podría ser utilizado para la construcción de bombas, y es concebible -pienso que inevitable- que pueden ser construidas bombas de un nuevo tipo extremadamente poderosas";

y sin los estudios -además del concurso activo- de otros científicos como el italiano Enrico Fermi o el danés Niels Bohr, no hubiera sido posible llevar a efecto la operación en 1945.

Tampoco a los otros -amigos y enemigos- les faltaron ganas o estómago para diseñar una máquina infernal del mismo calibre (recuérdense el Club del Uranio, alemán, y la Operación Borodino, rusa), pero de lo que no cabe duda alguna es de que el presidente Roosevelt fue quien puso en marcha el Proyecto Manhattan con el claro fin de crear una bomba que vengara con creces la dolorosa humillación infligida por el traidor nipón en Pearl Harbor y que el ex-vendedor de corsés Harry Truman, fue quien tomó la decisión, a sabiendas, de sembrar de muertos inocentes el suelo de Japón (todo sea dicho, con el beneplácito de sus compinches rusos e ingleses, bajo cuyas conciencias -si hubieran tenido algo parecido- habrían pesado durante aquel chalaneo los crímenes abyectos cometidos por unos y por otros durante la guerra... Katyn, Bremen, Dresde...).

"La visita de esta sala no muestra más que una pequeña parte de las maravillas que la Era Atómica aportará a la humanidad", Sala de visitantes en la ciudad atómica de los Alamos
(Lámina fuera de texto en Le futur a déjà commencé,
de Robert Jungk, Arthaud, Paris y Grenoble, 1953)

Hubiéramos deseado que no hubiera sido así, pero desafortunadamente Adolf Hitler no fue el único criminal enloquecido que la humanidad ha tenido que sufrir. Simplemente, fue él quien salió derrotado de la contienda, y los vencedores -cuántas veces hemos podido comprobarlo- son muy aficionados a ver la paja (que para el caso era infame tronco) en el ojo ajeno y escasamente proclives a contemplar sus propios actos con una mirada objetiva, antes bien, la suya suele ser de las más condescendientes.

La misma condescendencia con que se ha venido tratando desde entonces la cuestión del uso militar de la energía nuclear. Hay en la actualidad cinco naciones que reconocen poseer armas nucleares: Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Rusia y China. Y otras tres que han realizado pruebas con éxito, India, Pakistán y Corea del Norte, aunque no forman parte del Tratado de No Proliferación. A ellas acaso puedan sumarse otros países sobre los que existen indicios, pero no pruebas refutables, de que poseen arsenales nucleares, como en el caso de Israel. Por su parte, Irán y Arabia Saudita han sido citados en ocasiones como países en los que se desarrollan programas nucleares clandestinos. En  definitiva, ya entrado el siglo XXI nos encontramos con que hay cientos de bombas atómicas, con mucho mayor poder de destrucción que las de Hiroshima y Nagasaki, en manos de países que, en la mayoría de los casos, no se llevan nada bien entre ellos. Cada cual deberá decidir si esto es motivo o no para dormir tranquilo.

Super Science Stories, Vol. 5 No. 1, Enero de 1949
(Imagen procedente de Linesonpaper)

Para acabarlo de arreglar, tenemos también el asunto del llamado uso civil de la energía nuclear. Un concepto difuso, por más que exista una agencia internacional que lo regula, como hemos podido ver cada vez que una nueva potencia quiere adherirse al club atómico. Pero más allá del riesgo de transformación de centrales nucleares en fábricas de bombas, el accidente nuclear en la central de Fukushima Daiichi producido tras el maremoto que ha asolado las costas del Japón, pone de manifiesto la vulnerabilidad de las centrales nucleares y sus funestas consecuencias para la vida humana y el entorno natural. Como también debe alertarnos sobre la peligrosa combinación de Fantasía y Realidad de la que hacen gala los políticos y buena parte de la prensa cuando, al referirse a la catástrofe de Fukushima, utilizan términos como fallo de refrigeración, incidente en el reactor, estabilización del núcleo, medidas preventivas... y afirman con vagos y alambicados argumentos que todo volverá pronto a su ser... sólo es cuestión de tiempo, nos dicen...

Parece ser cierto que el maremoto ha sido de proporciones nunca o muy pocas veces vistas. Pero ha ocurrido, y la central nuclear japonesa no estaba -¿quién puede discutirlo ahora?- suficientemente preparada para semejante catástrofe. Así que cuando escuchen decir que las centrales nucleares son ahora ciento por ciento seguras -recuérdese aquello de que el accidente de Chernobyl no fue más que una consecuencia indeseada del derrumbamiento del bloque soviético- párense a pensar por un momento en lo ocurrido en Fukushima y reflexionen.

Indumentaria de trabajo en Los Álamos, que incluye una escafandra
hermética contra las radiaciones
(Lámina fuera de texto en Le futur a déjà commencé,
de Robert Jungk, Arthaud, Paris y Grenoble, 1953)

El hombre es una cosa minúscula dentro del universo, pero al mismo tiempo es una criatura llena de ambición a la que de vez en cuando la Naturaleza, el Destino, Dios, los dioses, los eones (elija cada cual lo que mejor le convenga) le propinan una buena lección. A pesar de ello, el ser humano es el único animal que suele tropezar dos veces con la misma piedra, como decía hace bastantes años el bueno de Paco Costas en el programa televisivo La segunda oportunidad.

Nosotros, amantes de esas cosas pequeñas y humildes que son los libros y las revistas de celulosa barata, también amamos al hombre, aunque a veces su conducta resulte francamente irritante, difícilmente comprensible y nos llene de honda preocupación.

* * *

Nota de Acotaciones: Sepan nuestros apreciados lectores disculpar esta excursión por terrenos extraños a los que habitualmente se tratan  aquí. Hemos querido compensarla con algunas imágenes relativas a la cuestión atómica provenientes del maravilloso mundo del papel. Esperamos que les gusten.

© E. Altés, 2011

3 comentarios:

andres dijo...

Reflexiones muy de agradecer. Lo de amar al hombre... un poco pesimista ponen estos comentarios, como para afirmar de forma tan rotunda ese aserto. Amar, amar, a algunos hombres... que a otros, ya me dirá...

E. Martínez dijo...

Tiene usted razón, Don Andrés, ¡vaya con el hombre!, pero debe ser que después de dar vía libre a mis (malos) humores con esto de la mentira como principio motor de las relaciones internacionales, no he podido dejar de evocar -si bien es cierto que con ciertas prevenciones- el amor al prójimo. En todo caso, mi (hipó)tesis es que tal como se están poniendo las cosas, hay que andarse con mucho ojo, ¿no le parece?

andres dijo...

La verdad es que uno se defiende de una inagotable ingenuidad -bastante machacada- con estas proclamas de escepticismo. Y completamente de acuerdo en lo de la mentira como principio motor de las relaciones internacionales.